No es Michael Phelps pero también merece la consideración de héroe. Se llama Jason Lezak y tenía una cuenta pendiente con la natación. El último relevista de Estados Unidos en la final de los 4x100 libres de Pekín era un hombre herido en su orgullo. En una prueba en la que su país acumulaba nueve triunfos consecutivos desde 1960 (excepto en Moscú por el boicot) al le había tocado perder. Fue ante Australia en Sydney'00 y supuso una deshonra para un equipo de campeones. Cuatro años después, las cosas fueron a peor en Atenas con un bronce que supo de nuevo a fracaso.
"Estoy cansado de perder". Eso fue lo que dijo Lezak, dentro y fuera de la piscina. Cuando se lanzó al agua tras Phelps, Weber-Gale y Jones, el oro pertenecía a los franceses. En cien metros tenía que recuperarle seis décimas a Bernard, que había perdido su récord del mundo en cien libres tres minutos antes tras los 47.24 del australiano Sullivan en el primer relevo. La empresa parecía imposible para todos menos para Lezak, que apretó los dientes en los últimos cincuenta metros para llegar a la pared ocho centésimas antes que el nadador francés.
Lezak tenía una cuenta pendiente desde los Juegos de Sidney y Atenas
"Los franceses han hablado un montón. Nosotros queríamos hacerlo en la piscina". En el borde, Phelps soltó toda la rabia que llevaba dentro. Está acostumbrado al éxito individual pero está medalla de oro colectiva, la que quizá le permita superar el récord de Spitz, la celebró como ninguna. Phelps es la estrella de un equipo que vive y nada como tal. Su brillantez ha hecho sombra durante estos años a otros grandes nadadores dignos de reconocimiento como Aaron Peirsol, Brendan Hansen, Ian Crocker, Rayn Lochte o el propio Jason Lezak, quien a sus 32 años ha tenido su día de gloria.
Una gloria compartida con sus compañeros y, sobre todo, con Phelps, el hombre del que todos se acordarán cuando pase el tiempo. Phelps, por su parte, recordará siempre lo que hizo Lezak por él.
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